lundi, février 10

Lo que te hace grande (y ajeno)

Tal vez lo que me atraía de vos y este momento, era lo insignificante de las pequeñas cosas que se encontraban a nuestro alrededor. Como la cantidad justa de pasto donde estábamos sentados o la gama del color azul del mantel sobre el que estábamos sentados. Quería guardar todo aquello insignifcante en una foto mental para recordarla toda la vida, porque sabía que en un instante me sería quitado todo lo que había logrado construir para nosotros y ya nada estaría de igual forma. Me miraban tus ojos verdes y tu sonrisa, que era quizás la combinación más perfecta que jamás había visto y probablemente la mezcla que más me gustaba de vos. Me hablabas de lo que había sido tu vida y de lo lindo que era que nos hayamos encontrado en este lugar que poco conocía, pero que se me hacía tan familiar. Me contabas de tu carrera, de tu vida social. Me contabas de tus hobbies y de cuánto te gustaba estar al aire libre. Te conté que me alegraba muchísimo volver a saber de vos, saber que estás bien y que cada vez estás mejor. Que tu vida va yendo hacia la cima, al contrario de la mía.
Había una especie de aire extraño entre nosotros, era como si de ser amigos todas la vida, pasáramos a ser personas que recién se conocen y que quieren conocerse mucho más, de otra forma. Tu miraba pícara me confundía y no sabía si avanzar hacia vos o quedarme en mi lugar, tratando de no arruinar este momento tan lindo. Había veces que no te entendía, eras casi tan impredecible que sabía con qué cosa o situación nueva podrías llegar a salir o a contarme. Nos echamos tanto de menos que ni siquiera entendía por qué razón, si nunca nos llevamos demasiado bien y nunca supe muy bien por qué. Nuestra relación fue así: no saber muy bien qué pasaba, pero pasaba.
De repente saltaste y quisiste que vayamos a correr por el pasto que estaba mojado por la lluvia del día anterior. Te causaba felicidad el pasto mojado y su aroma, y no querías hacer otra cosa que correr por él. Lo hicimos y no me importó nada más. Ni el tiempo que se nos escurría por las manos, ni por los años que pasaron sin vernos. Sólo quería disfrutar y ser feliz por estar en la misma sintonía con vos y seguirte el juego por el mero gusto de verte sonreír. Maldita dulzura la tuya, la que me hizo sentir extraña por todo el rato, sintiendo que debía hacer algo sin saber qué. No sabía cómo interpretar el mensaje morse que me daban los pasos al correr al lado tuyo, pero nada me importaba menos. Me agarraste la mano y el mundo que yo creía que era perfecto, se derrumbó. Dejé de sentirme como  quién era yo y empecé a ver toda la escena desde otro punto de vista, escondida en un arbusto, como si estuviera espiándote. Y la muchacha que estaba al lado tuyo, no era yo. Su larga y castaña cabellera no era la mía, su vestido no era el mío, su color de uñas no era el mío, ni siquiera su mano era la mía. No logré comprender del todo qué era lo que pasaba. Por qué estaba en un arbusto, mirándote con un chica que no era yo. Porque estaba en ese lugar y cómo llegué hasta ahí si no fuiste vos el que me llevó. Besaste a la castaña a la cuál no llegué a verle la cara y no pude reconocer quién era, porque todo lo que había a mi alrededor, se empezó a esfumar, se empezó a desmaterializar, como si de drogas se tratara. Era como dar un paso atrás y volver al mismo lugar del principio, con tus ojos y tu sonrisa, pero recordadas desde otra perspectiva, porque no era yo la que estaba al tu lado. Incluso recuerdo que me hayas echado un vistazo cuando te diste cuenta que había algo raro en la espontaneidad del lugar, me miraste, ahora sí, directamente a los ojos, y como si no me conocieras seguiste jugando con tu castaña al estúpido juego que llamás amor. 



Aucun commentaire:

Enregistrer un commentaire